Billetera Metástasis - Parte 1 [de 3]

Billetera Metástasis

Parte I

Magia

 

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Encontré la billetera maldita en Buenos Aires. Yo nací y pasé la mayor parte de mi vida en Argentina, recién me vine a vivir a Tiriguay cuando me recibí de arquitecto, así que voy bastante para allá a visitar amigos y familia y a comprobar que sigue ahí esa incertidumbre generalizada que me hizo abandonar el país. Ese viaje en particular, de hará un año, fue impulsado por la muerte de mi madre. Me quedé poco más de una semana en el departamento de Almagro que ahora estaba vacío, me junté con los chicos, organicé el agridulce asunto de la herencia -que no consistía en mucho más que cuatro o cinco muebles antiguos, un juego de vajillas gastadas y un Fiat Uno de 1994 que fue para mi prima Marga-, y llegó el último día de mi estadía antes de que pueda procesar lo que me sucedía, el corte seco de la segunda gran rama de mi árbol genealógico. La primera, menos firme y frondosa, había caído muchos años atrás.

Recuerdo que era un domingo de sol y que en el Parque Centenario había bastante más gente que lo normal. Yo había ido a tomarme unos mates de nostalgia y estoicismo fingido con unas galletitas Peralta porque no me alcanzaba el dinero para las superiores Don Satur. Observaba y juzgaba a la muchedumbre desde un banco incómodo, y fue después de un buen rato que lo vi al tipo, sentado en un banco como el mío, a unos diez metros enfrente y a la izquierda de donde estaba yo.

Era un hombre muy raro, me acuerdo. Tendría unos cincuenta o sesenta años, pelo injustamente abundante y oscuro para su edad, sweater cardigan amarillo, pantalones de pinza gris, ojotas hawaianas y, lo más terrible, unas gafas de sol Ray-Ban con marco animal print. También fumaba una pipa creo, o un habano, o por ahí estaba tomando con sorbete un frapuccino de Starbucks, extrañamente eso no lo recuerdo. Lo que sí, parecía estar mirándome fijo a través de sus desagradables gafas, pero yo no estaba seguro y trataba de no hacer contacto visual.

Cuando ya empezaba a ponerme nervioso, el tipo se dió una palmada en el muslo y se levantó del asiento. Inmediatamente vi caer la terrible billetera del bolsillo trasero del pantalón de pinza. Primero pensé que se habría dado cuenta y que enseguida trataría de recuperarla, pero no fue así, el misterioso sujeto encaró hacia la dirección opuesta a mí, a paso visiblemente apurado, y le pegué un grito vergonzoso que se perdió en el viento. Me levanté con determinación de hacer el acto heróico de la semana, crucé los diez metros con un trote torpe y me agaché para buscar la billetera que había caído debajo del banco.

Pensando en retrospectiva recuerdo que sentí algo muy peculiar cuando la agarré esa primera vez, como que era demasiado pesada para su tamaño, pero no pesada en términos físicos sino en términos metafísicos. Cuestión, me levanto con la billetera en la mano y busco con la mirada al tipo del cardigan amarillo, pero no estaba por ningún lado, se había esfumado por completo. Caminé varios pasos en la dirección en que se había ido, escaneando el parque, pero no hubo caso; ahora pienso que tal vez no tenía muchas ganas de encontrarlo tampoco.

Me rendí y me dispuse a inspeccionar el objeto extraviado, era hermosa. De esas clásicas billeteras de cuero artesanal, color café, de las que usan los Hombres con Clase para invitar tragos de autor a sus parejas enamoradas. Recuerdo todavía el desconcierto al abrirla y encontrar que estaba vacía, similar a lo que uno siente cuando abre la heladera convencido de que habrá algo para comer pero no hay nada. Ni billetes, ni tarjetas, ni nada en absoluto. ¿Cómo podía ser? ¿Para qué tendría el tipo una billetera vacía? A continuación, debo admitir, sentí una clase de alivio, porque al no tener nada para identificar al dueño quedaba absuelto de cualquier responsabilidad de devolverla, y la verdad es que en ese momento ya estaba como enamorado de la reliquia, en todo sentido superior a mi propia billetera, y ya la sentí mía.

Como ya era tarde y el mate estaba lavado, decidí regresar a mi departamento. Faltaba poco más de una hora para la partida de mi ómnibus de regreso a Tiriguay desde la Terminal de Retiro, y yo ya había dejado mi maletín preparado. Tanto la caminata desde la plaza al depto como el viaje en subte del depto a la Terminal, los transcurrí pensando en el hombre misterioso y su pieza de cuero que ahora era mía. Me pasé de la estación donde tenía que hacer combinación con la línea C, tuve que volver, y demasiado tarde me di cuenta de que había olvidado apagar la luz del departamento y cerrar la puerta con llave, en mi mente solo había lugar para la billetera.

Al llegar a la estación, descubrí con gran satisfacción que a pesar del imprevisto aún disponía del tiempo suficiente para efectuar El Cambio. Me senté en un oscuro banco de la plataforma de partida de ómnibus, saqué mi billetera vieja y la nueva, y comencé: primero el DNI, las tarjetas, el registro, las fotos de Refugio, Álvaro y Baltazar, y un cupón de descuentos de la Farmacia Manqué. Por último, agarré el único billete del que disponía, 100 honorables pesos tiriguayos -de los viejos, que son más bien verdes y tienen el retrato del Coronel Vicente Pino-, y los deposité en la billetera mágica con una mezcla inexplicable de júbilo y ansiedad. El colectivo partió a las 19:30.

A las 20:30 se detuvo en lo que sería la primera y última parada antes del tramo nocturno, una tímida estación de servicio de Ingeniero Maschwitz. Me dispuse a aprovisionarme de Schweppes de pomelo y galletitas para el desayuno -el resto de las cosas ya tenía- y me acerqué a la caja para pagar. Ahí ocurrió el primer evento: saco orgulloso mi nueva billetera, y al abrirla encuentro no uno sino dos billetes. En el momento me sorprendió pero no tanto, después de todo, a cualquiera le puede pasar que confunda dos billetes con uno solo. Pagué con tarjeta y regresé al ómnibus. Lo realmente extraño fue comprobar, media hora después, que los dos billetes se habían convertido en cuatro.

Había vuelto a abrir la billetera para buscar el ticket de la compra, intrigado por los precios que no había ni mirado, o quizá por esa misma inquietud inexplicable que me acompañaba desde el Parque Centenario. En el shock de semejante descubrimiento, pensé en el hombre de las gafas animal print. Habré estado diez segundos mirando fijo los 400 milagrosos pesos tiriguayos, y en desesperación silenciosa acepté que existe la magia. Por suerte no tenía a nadie al lado mío, porque ya empezaba a paranoiquear con la idea de que alguien pudiese descubrir mi secreto, mi billetera que multiplica billetes, y de que ese alguien me la pudiese robar. Debía ser solo mía.

En esos momentos de máxima tensión y éxtasis, aún no comprendía el mecanismo. Tuvieron que pasar otros quince minutos, después de los cuales vi cuatro billetes más manifestarse frente a mis ojos, para empezar a vislumbrarlo: primero había tardado una hora, después media, ahora un cuarto. Los billetes se duplicaban a un ritmo exponencialmente creciente. Yo solo miraba los billetes y pensaba en mi nuevo futuro de riquezas ilimitadas, pero cuando ya tenía un fajo de 64 que un minuto después fue de 128, algo me comenzó a preocupar.

Yo soy arquitecto, mis conocimientos matemáticos son limitados pero sólidos, y por suerte pude rescatar de algún recóndito rincón neuronal el concepto de la asíntota. Si los billetes se seguían duplicando en períodos que cada vez se acortaban a la mitad, en menos de un minuto se estarían generando millones o billones de billetes por milisegundo. Sin darme cuenta, tal vez, se llenaría el universo de infinitos papelitos con la cara del Coronel Vicente Pino, y sería yo el culpable del colapso verde de la existencia misma. Apenas llegué a la conclusión inevitable de mi razonamiento, lancé mi mano a toda velocidad hacia la billetera y removí los 256 billetes que la desbordaban.

Agitado como nunca antes había estado, guardé los billetes y la billetera vacía en lugares separados de mi maletín. Respiraba tan fuerte que la mujer de adelante se asomó para ver si estaba bien, pero sí lo estaba, estaba más que bien. Solté una pequeña risa y tuvo que pasar otra media hora para que me acordara que era hora de comer y que tenía hambre. El sandwich de jamón crudo, que me había preparado más temprano y que acompañé con la fresca Schweppes de pomelo, fue el mejor que comí en mi vida. Una vida que se me había resuelto, la magia existía y al fin podría comprarme una casa, un jacuzzi o la Nintendo Switch.

Al terminar de comer, sin embargo, me invadió una duda muy razonable: tal vez el efecto mágico de la billetera era de un solo uso. Mi corazón, que comenzaba a calmarse, reemprendió la marcha a toda velocidad ante la posibilidad de haber arruinado mi única oportunidad de grandeza. En el fondo sabía que no era el caso, de alguna forma, pero igualmente me dispuse de inmediato a realizar la verificación. Saqué un billete del fajo de 256 -la simple ridiculez de su existencia comprobada ya me tranquilizaba- y lo volví a colocar en la billetera. Una hora después, un nuevo milagro, un billete eran dos. Confirmada la replicabilidad del proceso, volví a sacar los billetes de la billetera y a guardarlos con los otros. Cada tanto sacaba nuevamente el fajo de dinero para reconfirmarme lo que había pasado, y así pasé varias horas soñando con lujos infinitos, hasta que finalmente cerré los ojos y perdí el control de los sueños. A la mañana siguiente llegaría a Tiriguay.

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