Billetera Metástasis - Parte 2 [de 3]
Éxtasis
Ahora bien, aunque como todo tiriguayo soy consciente de que los medios internacionales jamás se han interesado por los asuntos de nuestro país, conservo la esperanza de que este fantástico relato tenga algo de trascendencia en el exterior, definitivamente la merece. La historia de mi familia debe ser conocida y comprendida por la mayor cantidad de gente posible no solo por mis deseos egoístas de relevancia sino porque de verdad pienso que encierra alguna clase de mensaje importante, aunque no esté del todo seguro de cuál es. Por si llega a ser ese el caso y el relato obtiene el alcance que pretendo, me siento obligado a contar un poco sobre Tiriguay, el pequeño país que me recibió con los brazos abiertos tantos años atrás.
Aunque tanto la prensa internacional como las grandes empresas de mapas digitales -en especial Alphabet Inc y sus negligentes “cartógrafos”- no muestren más que constante desatención por las demandas de nuestra humilde nación, la República Confederada del Alto Tiriguay y Palanticuyo ya lleva 74 años exigiendo el reconocimiento de su independencia a oídos sordos. Llamado Tiriguay de forma informal, lo cierto es que se trata indudablemente de un país independiente, con gobierno, ejército y moneda propios. Tiriguay, no Surinam, es el país más pequeño de Sudamérica, con 1.700 orgullosos km2 habitados por 150.000 más bien reservados habitantes. Se ubica a unos 350 km al norte de la triple frontera entre Argentina, Brasil y Uruguay, en el margen oriental del Río Uruguay, donde inmensos pastizales de espinas, carpinchos y humedad inundan de sabiduría el paisaje guaraní. Sus mayores exportaciones son de aceitunas, pepinos, y arroz integral, y posee una modesta industria de fabricación de paraguas. De sus 12 distritos, el mayor es la capital nacional, San Amancio de Tiriguay, un pintoresco poblado de casas bajas y sauces llorones. Inventora de los zancos y del conoból -celebrado deporte nacional-, Tiriguay ha sido siempre una nación de emprendedores y soñadores, y aunque a veces nos quejemos, somos felices en el anonimato.
Dicho todo esto, debo volver al relato. Recuerdo que nuestro ómnibus cruzó la frontera al tiempo que el sol comenzaba a asomarse por el horizonte, y que aún medio dormido me sentía Bilbo Bolsón regresando a la Comarca con el Anillo Único y su parte del tesoro de Erebor. Los pastizales de toda la gama del verde se veían más vivos y amigables que nunca, las humildes casas de ladrillo reposaban entre las arboledas como anhelosas de la nueva semana, y la niebla moderada nos recibía hundiendo al ómnibus en un abrazo familiar.
En aquel entonces yo vivía en Los Yacarés, un distrito de clase media que se encuentra unos 15 minutos antes de llegar a la capital -en Tiriguay todo queda a 15 minutos de todo-, y fui el único pasajero en bajar ahí. Caminé las cuatro cuadras de ripio que separaban la ruta de mi casa en compañía de las chicharras, mi maletín, y algún que otro carpincho que andaba perdido por la vera del camino. A eso de las 9am, vi mi hogar asomarse entre los sauces, una austera construcción de piedra arenisca, madera, y tejas rojas, con un modesto porche de estilo americano al frente. Allí, en su habitual posición, estaba mi esposa Refugio, parada con pincel en mano y concentrada en el bastidor donde yacía su más reciente obra de arte.
Refugio vivió toda su vida en Tiriguay, y tuve la suerte de conocerla dos meses después de mudarme al diminuto país, una tarde de sábado ventosa, mientras recorría la capital con disposición turista. Específicamente recorría el Pasaje Azopardo -peatonal de adoquines y gente vieja-, cuando me topé con un simpático cartel que anunciaba, en Times New Roman, “Exposición de Arte: ‘Los Sombreros Multifacéticos de Refugio Cornejo’”. Cautivado por la humildad de la fachada, decidí entrar y me encontré con una galería vacía de gente, exceptuando una chica joven de pelo rojizo y rasgos faciales como de ave que hacía guardia en una silla junto a la entrada. Al verme entrar se paró y procedió a hacerme el tour por la exposición, que consistía en unos quince o veinte cuadros, todos ellos ilustrando uno o más tipos distintos de sombrero. Recuerdo galeras, sombreros mexicanos, de aviador, marineros, gorras de baseball, y hasta algún que otro kipá.
La joven me explicó que la muy famosa y solicitada artista, Refugio Cornejo, no había podido asistir a su propia exposición por compromisos ineludibles, que a ella la había contratado la galería solo para hacer de guía y que me era en extremo conveniente comprar alguna de las obras ya que en general cotizaban al triple o cuádruple del precio al que se vendían ahí. Me contó que según la artista, los distintos sombreros representaban la multiplicidad de personalidades o identidades que los individuos pueden expresar, “cuidando, ocultando y revelando nuestro ego interno”, o algo por el estilo. Lo cierto es que la joven me resultó tan absurdamente afable que, aunque no sabía ni dónde lo pondría, le compré un elegante cuadro de un sombrero de pescador. No fue hasta que me estaba por ir que le pregunté su nombre y me contestó “Refugio… digo… RRenata”, que descubrí el engaño. No me enojé, pero le exigí que al menos me invite una cerveza. Un año después nació Álvaro, nuestro primer hijo, seguido dos años más tarde por Baltazar.
Alvaro pasó su infancia rodeado de libros y con pocos amigos. Un chico de lo más correcto, entusiasta de la historiografía y la numismática, cumplió quince poco antes de la muerte de mi madre y ese mismo día declaró que quería ser el próximo John Maynard Keynes. Baltazar, por otro lado, siempre fue caótico y más bien de las artes. Niño de marcada inclinación hacia lo exótico, como la música de Bjork y los libros de Lovecraft, para su cumpleaños número doce me pidió ir a ver El Faro al cine, pedido que no me quedó otra que aceptar ante la insistencia de su madre en “no reprimir sus pasiones”. En los último años, además, la criatura desarrolló una apasionada afición por las bromas prácticas, que han comprendido desde juegos inocentes, como esconderle la cartera a su madre o el celular a su hermano, hasta asuntos ya más preocupantes, como recostarse en un charco de sangre simulada con ketchup en el piso de su habitación y fingir estar muerto, por un período de tiempo indeterminado, para darle el susto de su vida a su padre.
Aquella mañana de marzo en que regresé a casa desde Buenos Aires con la billetera embrujada, los niños estaban en el colegio y Refugio me recibió con un beso hollywoodense. Le pregunté qué estaba pintando y me contestó “una rodilla”, pero aún no estaba segura de su significado. Yo me había pedido el día de trabajo para descansar del viaje y me lo pasé planeando cómo y cuándo comunicarle el milagro. A la tarde, después de la siesta, comprobé el mecanismo multiplicador de la billetera una vez más por las dudas, y decidí mostrárselo a Refugio esa misma noche.
La demostración fue todo un éxito. Al igual que me había pasado a mí un día antes, a mi mujer fue la segunda multiplicación de billetes -que de dos pasaron a ser cuatro- la que le generó el shock de estupor y desesperación. Con lágrimas en los ojos, se dejó caer sobre mis brazos y repitió dos o tres veces “La re puta madre que me parió”, hasta que le nació una sonrisa medio psicópata y empezó a repetir “Estamos salvados”. Juntos conjeturamos sobre el origen de la billetera y la naturaleza del hombre de gafas animal print, quizá un ángel o alguna clase de mago filantrópico que supo ver que yo la necesitaba y merecía. La verdad es que no le dimos mucha importancia al tema y nos quedamos horas hablando sobre nuestra nueva vida.
Una de las primeras cosas que hicimos esa noche fue hacer una lista de deseos, la culminación de dos vidas de sueños y fantasías que ahora eran realidad, solo era cuestión de tiempo. Luego acordamos que yo renunciaría a mi trabajo en el estudio la mañana siguiente, pero aún no le contaríamos el secreto a los chicos, que para el momento de la demostración ya se habían encerrado en sus habitaciones y en sus poco convencionales hobbies. Para justificar nuestra riqueza tanto a ellos como a nuestros parientes y amigos, supimos desde el principio que la obvia coartada eran los cuadros de Refugio. Inventamos una improbable historia sobre un francés adinerado que los compraba para venderlos luego en París, y ni nos gastamos en pensar dos veces los detalles técnicos.
Mientras hablábamos hacíamos experimentos con la billetera mágica. Determinamos que el máximo de billetes que cabían dentro era 253, y después de una hora observamos cómo la billetera expulsaba un poco más de 253 debido a la fuerza de fricción. A lo importante, calculamos que podíamos generar unos 8000 billetes por día. Quizá más importante, sin embargo, fue probar el mecanismo con billetes extranjeros. No sé de dónde sacó Refugio 100 dólares americanos, los pusimos en la billetera y esperamos. Mientras, me puse a googlear y aprendí que el billete más valioso del mundo es el dínar de Kuwait, conocimiento que tuve que desechar, una hora y media después, cuando aceptamos que el dólar no se multiplicaba. Se sintió como si hubiese obtenido el poder de volar pero mientras cruzaba el cielo entre las nubes alguien me hubiese pegado una piña en el estómago -o sea, no tan malo dadas las circunstancias, pero igualmente doloroso-. El billete tiriguayo más alto, de 100 pesos, hacía décadas que no superaba un dólar, con lo cual no poder multiplicar dólares nos significaba ser unas 50 veces menos millonarios. Fue amargo tener que tachar algunas de las cosas de la lista y agregarle asteriscos y peros a otras, pero la verdad es que el equivalente a 8.000 dólares por día que obtendríamos en pesos tampoco estaba mal. Lo que nunca entendimos es el por qué: después de todo, la billetera la había encontrado en Buenos Aires. Por eso fue que el siguiente experimento consistió en probar con 100 pesos argentinos que rescaté del fondo de mi maletín, pero tampoco hubo caso: una hora después, Evita Perón seguía sola en la billetera del mal. Nos resignamos a suponer que el mago de Parque Centenario me había diseñado la billetera a medida para ayudarme a mí específicamente, y seguimos haciendo cuentas hasta las 3 de la mañana.
La verdad es que los primeros días no hicimos mucho más que pensar en nuestra nueva opulencia. Renovamos nuestros guardarropas y los de los chicos, llenamos la alacena con los simples manjares que siempre nos habíamos privado -papas Pringles, pan Bimbo Artesanal, Fruit Loops, etc-, nos subscribimos a todos los servicios de streaming, compramos un iPhone SE 3 y una MacBook Pro con antivirus premium para cada uno, la Play 5, por supuesto la magnífica Switch, y salimos a comer a Servilia, que siempre habíamos escuchado era lo mejor del país pero que no nos pareció gran cosa. Todas las mañanas, apenas me levantaba, colocaba un fajo de 250 billetes de 100 en la billetera siniestra y me ponía una alarma en el celular para vaciarla y volver a llenarla una hora y 45 minutos después. Así, el proceso se reseteaba con tiempo de sobra y evitaba el apocalipsis que se generaría si la billetera guardaba billetes por más de dos horas corridas.
Fueron días surreales que vivimos como en un sueño lúcido, con todo lo que se nos pasaba por la cabeza al alcance de nuestras manos pero con un constante escepticismo -o mejor dicho temor- que nos impedía relajar del todo. Con Refugio sentíamos que algo no estaba bien y lo hablamos varias veces, pero nunca logramos especificar cuál era el problema. De cualquier forma, a la semana ya estábamos pensando en la ubicación ideal para nuestra futura mansión.
Esa discusión duró varias semanas, y aunque estábamos de acuerdo en lo básico, acordamos que la mansión era un proyecto más bien de largo plazo. También hablamos mucho sobre nuestras prioridades generales: con la extrema fobia a viajar en avión de Refugio, por ejemplo, -además de mi general desinterés por el turismo comercial-, los viajes estaban casi al fondo de la lista, pero sí nos reservamos algunas semanas del año para escapadas en auto a hoteles de lujo en Punta del Este, en el norte de Córdoba y en Angra dos Reis. Unos dos meses después de encontrar la billetera envenenada logré decidirme por el primer auto de alta gama que necesitaba comprar: un Mercedes-Benz Cabriolet descapotable color Hyacinth Red -algo ostentoso pero no vulgar-, el primero de nuestros grandes problemas.
Resultó ser que no es posible en Tiriguay comprar autos de lujo en efectivo, y mi amigo Pablo me aseguró contundentemente que para un simple depósito el banco me pediría justificación. Si quería el Mercedes color Hyacinth Red, debía lavar -o tal vez se podría decir enjuagar, ya que no hubo crimen de por medio- el dinero. Después de dos días de discusiones con Refugio, nos decidimos por el método: una modesta muestra de arte, de no más de diez cuadros, con una subasta artificial en la cual le pagaríamos a tres o cuatro actores para inflar los precios. Le daríamos el efectivo a uno de estos para comprar las obras y le facturaríamos a un nombre ficticio, facturas que luego usaríamos para justificar nuestros exorbitantes ingresos al banco. Verdaderamente un plan a prueba de balas, uno que tardamos unas pocas semanas en poner en práctica por primera vez y cuyo éxito nos permitiría repetirlo cuantas veces queramos.
A pesar de mis protestas, Refugio preparó toda la exhibición de arte en torno a distintos tipos de rodillas. Pintó cuadros de rodillas de viejo, rodillas de bebé, rodillas peludas, rodillas con rodilleras y rodillas de robot, entre otros tantos tipos de rodillas de las cuales aún no estaba segura del significado. “Es algo sobre la importancia de los puntos de inflexión” me decía. Ese siempre había sido su modus operandi: elegir algún objeto o concepto absurdo al que nadie le de mucha importancia y pintar una serie de cuadros explorándolo desde distintas perspectivas. En los dieciséis años que habían pasado desde los Sombreros Multifacéticos había hecho exposiciones sobre ceniceros, sujetapuertas, capotrastes y hasta extractores de cocina, siempre buscando algún significado rebuscado para atribuirles. Por eso fue que cuando me insistió con lo de las rodillas no me sorprendió tanto y terminé por aceptar. Después de todo, le estábamos dejando una considerable comisión a los actores por su cooperación y silencio, y no se me ocurría nada que pudiese arruinar nuestros planes para engañar al sistema y volvernos millonarios oficiales del sistema fiscal tiriguayo.
La subasta transcurrió más o menos de acuerdo a lo planeado. Al parecer, uno de los actores no entendió el sistema de la subasta ya que gritaba cifras menores a las ofertadas anteriormente y otro inexplicablemente decidió presentarse con galera y monóculo, pero lo primero se solucionó con un poco de improvisación y lo segundo no pareció levantar demasiadas sospechas. En poco tiempo llegó el momento del último cuadro: una rodilla herida con una curita. Refugio, que había estado toda la subasta sentada en una silla sobre el escenario, sonriendo y aplaudiéndose a sí misma, de pronto cambió la cara. Se quedó un largo rato mirando fijo a este último cuadro, como con la cara de Audrey Tautou descubriendo los secretos de La Última Cena. El cuadro finalmente se vendió, pero esta vez Refugio no aplaudió. Continuó mirando fijo al cuadro y comenzó a mirar también las rodillas que se habían ‘vendido’ antes, apoyadas junto al asiento del intérprete, de forma crecientemente agitada. Apenas el rematador entregó el último cuadro, y con el sonido de los aplausos que aún continuaban, Refugio se paró desesperada, e inmediatamente después se desplomó en el suelo. Al despertar, sus primeras palabras fueron “me acordé que tengo cáncer”.
El sarcoma de Ewing es un tipo raro de cáncer que se produce en los huesos. En general se da en lugares como la diáfisis de los huesos largos, la pelvis o el cráneo, pero también se puede dar en los tejidos blandos alrededor de los huesos, como los de la articulación de la rodilla. A Refugio le habían contado sobre el cáncer en su articulación seis meses antes de la muerte de mi madre, había quedado en hacerse un seguimiento para explorar los pasos a seguir y había tomado la inexplicable decisión de no contarme porque no quería preocuparme de más, dada la delicada situación de mi madre. Como si esto último no fuese lo suficientemente absurdo, al parecer, todo el asunto se le había olvidado por completo de un día para el otro, y recién en el último mes el recuerdo había vuelto a su mente en forma de constantes sueños sobre rodillas, inspirando la extraña muestra de arte cuyo significado ni ella había logrado desentrañar. Según nos reveló más tarde el doctor Bolbochán, el sarcoma había metastatizado hacia la región del hipocampo -estructura esencial para la consolidación de la memoria-, lo cual pudo haber sido responsable por semejante falta de retención informativa. De cualquier forma, le daban seis meses.
Es difícil, quizá imposible, poner en palabras lo que un diagnóstico de cáncer le puede hacer a los familiares de la víctima. Tal vez podría decirse que es el extremo opuesto a la noticia de un embarazo buscado: en lugar de una dulce espera, es constante agonía, y en lugar de esperanza en las infinitas posibilidades de la vida, es impotencia absoluta y una lenta resignación a la inevitabilidad de la muerte y del dolor y del olvido. Cada mañana es quizá como presenciar el asesinato más injusto del mundo, y la sensación general no es muy distinta a la que imagino provocada por el calor de un incendio inapagable que pronto consumirá todo.
El primer día después de la subasta ni siquiera usé la billetera endemoniada. Solo lloré, intenté dormir, maldecí a Dios, e intenté estar ahí para mi familia. Al segundo día deposité la plata de la subasta y le compré a Refugio dos aros de diamante de tres quilates cada uno. Si solo tenía seis meses más con el amor de mi vida me aseguraría de que sean los mejores seis meses que había tenido nadie nunca. Empecé a dormir menos para poder multiplicar más plata, contratamos un chofer, una chef muy talentosa y un mayordomo macanudo; le regalé a Refugio vestidos de etiqueta y otras joyas para visitar los restaurantes y eventos más exclusivos del país, y comencé a planear de forma meticulosa y casi obsesiva cada uno de los días que nos restaban. Pero no era suficiente, un millón de míseros pesos por día alcanzaban para poco más que las cosas ya mencionadas más un alquiler medianamente lujoso, los exorbitantes sobornos de los actores para las subastas, y los costos de un tratamiento médico que debía ser el mejor y más caro que pudiésemos conseguir, por más que el diagnóstico fuese fatal. Al ritmo que íbamos Refugio nunca viviría en su propia mansión, el hogar que merecía, y no llegaría a cumplir ni la mitad de los items que había aportado a nuestra lista de deseos. Nos podíamos olvidar de que llegara a ver el yate, mi jet privado y el campo con viñedo y caballos y pavos reales. Ni hablar del show privado de Paul McCartney, las obras de arte de los grandes -Van Gogh, Picasso, etc-, y del Ford Anglia celeste original usado en el set de filmación de Harry Potter y la Cámara de los Secretos. Comencé a resentir la inexplicable decisión del hombre mágico de que la billetera solo multiplicase pesos y llegué a odiar profundamente sus estúpidas gafas animal print.
Ella, por supuesto, insistía en que nada de esto era necesario. Decía que yo estaba quedando loco y que lo que más quería ahora era pasar tiempo con nosotros y pintar, dejar algo para la posteridad y bla bla. Pero yo la conocía. Ella siempre había querido ser una pintora famosa y multimillonaria, experimentar el placer y la atención merecida del 1% en la cima de la pirámide social, donar fortunas a los barrios más humildes del norte de Tiriguay y presumir de su infinita generosidad ante la High Society que siempre la había ignorado. Yo la había visto frustrarse y desarmarse lentamente a lo largo de años de malas reseñas y general desinterés por sus exhibiciones, y había visto sus ojos iluminarse de gloria y éxtasis la noche en que le enseñé por primera vez la billetera de Satanás. Yo sabía bien que ella no creía en el cielo y que si habría de alcanzar la plenitud y la felicidad pura debía hacerlo en la tierra, y la había visto desmoronarse y romper en un llanto desgarrador ante el diagnóstico de un médico que le robaba la mitad de su vida como a un niño que separan de su madre para siempre.
Unas semanas después de la primera subasta millonaria hicimos la segunda, esta vez enfocada en cuadros de distintos tipos de relojes, cuyo significado me pareció medio on the nose pero no dije nada. Ya la primera subasta había impulsado a más de un influencer pseudoperiodista a llamar a casa solicitando entrevistar a Refugio y yo había logrado convencerla de rechazarlos a todos para evitar sospechas, pero la sonrisa de Refugio al hablar del tema me ablandó a la idea de aprovechar este interés para hacer despegar su carrera artística. Para la segunda subasta ya empezamos a aceptar entrevistas y notas en revistas que eran cada vez más positivas, y se empezó a correr la voz sobre una joven y talentosa tiriguaya de fama internacional, lo cual casi compensaba el dolor que me producía oírla, cada tres o cuatro noches, encerrada en el baño llorando.
Un día fuimos a Senderos del Talar a ver una casa para alquilar. Habíamos resuelto que alquilar temporalmente era nuestra mejor opción dadas las circunstancias y el Talar nos resultó de lo más exhaustivo en cuanto a lujos y banalidades hedonistas. Es por lejos el barrio cerrado más exclusivo del país, con su propio lago artificial, cancha de golf, cine, spa y un club deportivo que incluye pistas de conoból, y la casa que pretendíamos alquilar estaba al menos entre las mejores 15. La nerviosa agente de bienes raíces describía la casa ayudándose con un machete que tenía en su celular mientras los chicos recorrían los altísimos ambientes amueblados de opulencia con curiosidad académica. Refugio y yo escuchábamos atentos, maravillados con el candelabro gigante, las esculturas de mármol gigantes y los ventanales con cortinas de seda gigantes que daban a un jardín de lo más apacible, el cual a su vez daba a un brazo del lago artificial mediante un muelle de madera de cedro. La idea era comprar una lanchita, motos de agua, y algún que otro kayak. Además de eso, nos entusiasmaban particularmente el jacuzzi, la pileta climatizada y la terraza con fogonero, a la cual apenas habíamos llegado cuando me sonó la alarma del celular y se me vino el mundo abajo.
Resultó ser que me había olvidado por completo de la importante tarea de traer conmigo la condenada billetera a la visita. La alarma me avisaba que en 15 minutos se cumplirían dos horas desde que había puesto el fajo de 250 billetes en ella y por lo tanto se produciría la Singularidad, la generación de cantidades de billetes tendientes al infinito por unidades de tiempo tendientes a cero, el acabose mismo. La miré a Refugio, que entendió perfecto el significado de la alarma, con ojos de desesperación esperanzada, pero con un terrible e inexorable gesto de negación me hizo saber que ella tampoco la tenía.
Por suerte yo tenía un Mercedes-Benz Cabriolet descapotable color Hyacinth Red, y aunque mi casa estaba en la otra punta del país, no hay lugar en Tiriguay que quede a más de 15 minutos de otro. Con el corazón hecho un redoblante pero con completa confianza en mi autazo y la determinación de Rex el Corredor Enmascarado, bajé a toda velocidad las escaleras de la mansionsita, me subí al auto, y aceleré a fondo.
Llegué en 8 minutos. Me bajé del auto, respiré, me relajé, y me dirigí a la cocina a buscar un vaso de agua, riéndome un poco de mi mismo por haber casi causado el apocalípsis pero también orgulloso de que mi velocidad había salvado el mundo, con tiempo de sobra. Lo que no me esperaba en lo más mínimo fue que al entrar al comedor y dirigir la vista al mueble de entrada donde estaba seguro había dejado la billetera, comprobé que no estaba, y el mundo se me vino abajo por segunda vez en menos de 15 minutos. En la desesperación ahora infinita recordé que Balti había sido el último en subirse al auto, y deduje sin dudarlo que debía haber sido él el que agarró la billetera para hacerle una rutinaria broma a su padre.
Volé hacia el auto, nuevamente con el corazón hecho un redoblante pero esta vez sin confianza en mi autazo ni determinación de nada. Igualmente manejé más rápido que nunca en mi vida, sacado, pasando semáforos en rojo cual cantante de pop rock intoxicado y haciendo unas tremendas coleadas en las curvas que aún en esos momentos de delirio me generaron un cierto orgullo. Recordaba que tenía que quitar los billetes de la billetera antes de las 10:34 am para evitar el cataclismo y llegué a la casa donde me esperaba mi familia a las 10:36. Algo aliviado por la continuidad de la existencia, pero aún muy agitado y con todos los músculos de la cara tensionados, troté hacia la puerta que había quedado abierta. De adentro se escuchaban gritos como de confusión, gritos que me vaticinaron un poco la alucinante escena que me encontraría al entrar.
La agente de bienes de raíces yacía en una esquina del enorme living en posición fetal, Baltazar saltaba de alegría, Álvaro corría por el ambiente dando instrucciones a su madre y la billetera volaba por todos lados propulsada por un chorro continuo de billetes de 100$, que cubrían los muebles y el piso en un manto de riqueza verde; Refugio, en medio de la lluvia millonaria, se volvió hacia mí con una sonrisa subnormal y pronunció dos palabras que lo cambiaban todo, “Tiene límite”.