Billetera Metástasis - Parte 3 [de 3]

 

Parte III

Inflación

 

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  En retrospectiva es obvio que no me supe controlar, hubo señales claras antes de que se me fuera todo de las manos, pero es muy fácil juzgar a la distancia y sinceramente pienso que la mayoría de las personas hubiesen actuado igual a como actué yo, porque la verdad es que en el momento todo parecía perfectamente racional. El incidente en Senderos del Talar nos había revelado que podíamos generar cientos de miles de billetes por segundo sin miedo a destruir el mundo, un límite físico que a la vez nos despojaba de cualquier clase de límite a nuestros deseos materiales. Había pasado de ser el equivalente de un youtuber exitoso a ser Leo Messi o Marcos Galperín, ahora sí que podíamos tener prácticamente todo lo que fuese capaz de ser tenido, y dado el limitado tiempo del que disponía mi esposa, parecía un total absurdo no aprovecharlo.

Cuatro meses después del incidente nos mudamos a lo que en el momento considerábamos el hogar de nuestros sueños, aunque siendo sincero, y mirando hacia atrás, puedo admitir que era más parecido a un experimento de mal gusto en el videojuego Sims por parte de un niño sobreestimulado. Con un estilo Colonial Revival, la mayor mansión en la historia de Tiriguay había sido construida en tiempo récord, y contaba con su propia laguna, canchas de deportes varios, sala de cine, un acuario, pista de bowling, sala de juegos con arcade y trampoline park. Para entonces ya habíamos conseguido casi la totalidad de los ítems de nuestra lista de deseos original: teníamos el jet, el helicóptero y el yate -aunque todavía no los habíamos usado-; una colección de arte que incluía obras de Picasso y Klimt -no de Van Goh porque al parecer ya no se consiguen; un campo con viñedo y caballos en Cafayate además de una casa de fin de semana en La Barra; teníamos reservado el show privado de Paul; habíamos puesto en marcha la Sociedad de Beneficencia Refugio Cornejo con un amigo de confianza a cargo; y el Ford Anglia volador de la familia Weasley decoraba uno de los ambientes en la planta baja de la mansión, como parte de una creciente colección de props de cine que también incluía el traje de buceo usado por 007 en Licence to Kill y la esmeralda con forma de corazón de Romancing the Stone. Todo eso estaba en la lista original y ya ahí había algunas cosas que creo estaban de más, pero sucedía que por cada cosa que tachábamos de la lista agregábamos una o dos más, de forma que cuando finalmente nos mudamos al nuevo hogar no podía evitar pensar en todo lo que nos faltaba, todo lo que el mundo tenía para ofrecer y todo lo que mi esposa, de forma tan sofocante e injusta, nunca llegaría a experimentar.

Hacía tiempo ya que Refugio sufría migrañas extremas, náuseas y vómitos, no podía caminar sin muletas, y su cabello se caía como hojas de un otoño final. Cada vez pintaba menos, y aunque se había hecho varios nuevos ‘amigos’ y ‘amigas’ del mundo del arte y la riqueza, se sentía cada vez más aislada de una sociedad que la veía con más lástima que admiración. A pesar de la cirugía en la rodilla y la quimioterapia, el cáncer había metastatizado hacia su médula ósea, y de a poco la iba hundiendo, como un ancla, en aguas turbias de apatía y destitución. A pesar de este oscuro escenario, siempre conservamos la esperanza en la billetera-dios, cuyo dinero infinito nos había dado acceso a un tratamiento oncológico de vanguardia que era una especie de secreto a voces entre el reducido club de billonarios al que ahora pertenecíamos. El tratamiento, llamado Terapia de Reversión Cuántica, complementaba la quimio con cinco sesiones de rayos láser calibrados de acuerdo al particular código genético de Refugio, y se basaba en las propiedades curativas de un exótico fruto amazónico llamado chapote turquesa. No se trataba de La Cura del cáncer, pero era lo más parecido a ella que encontramos. Según el comité de expertos al que consultábamos semanalmente, lo normal en un caso como el de Refugio hubiese sido considerarlo terminal, sin posibilidad de recuperación, pero la Terapia de Reversión nos daba a las familias más pudientes un 40% de probabilidades de supervivencia, lo cual al principio nos pareció magnífico, pero para el día de la mudanza ya habíamos completado cuatro de las cinco sesiones y no veíamos cambio alguno, de modo que la desesperanza comenzaba a arrinconarnos como un depredador a su presa.

Yo me decía a mi mismo que todo lo que hacía y compraba era para entretener a Refugio y a los chicos, para hacerlos reír y de alguna forma distraerlos. En el fondo, entiendo ahora, era para distraerme a mí mismo, pero el punto es que fue esa mentalidad la que me hizo llevar todo al extremo. Recuerdo exagerar a propósito: una vez, por ejemplo, Refugio mencionó al pasar que le parecía “muy canchero” el Ferrari del 64’ de una de sus nuevas amigas millonarias… menos de una semana después era propietaria de una colección de autos antiguos curada por el mismísimo Ricky Caffarena. En otra ocasión, Álvaro contó que había empezado a escuchar un podcast de historia, y a los dos días ya le había comprado un casco vikingo, una espada samurai y un sarcófago egipcio en Sotheby’s. Gasté fortunas en NFTs para los videojuegos de Realidad Virtual de Baltazar, vinos y coñacs de lujo, bustos de mármol y chucherías de oro; compré hasta una roca lunar y un prototipo de perro robot fabricado por Boston Dynamics, pero el interés por estas novedades nunca duraba más de una semana. Probablemente el punto de máximo delirio se dio en octubre del año pasado, cuando frustrado por la contradicción entre la fobia de volar de Refugio y su disimulado deseo de conocer el exterior, decidí comenzar la construcción de una réplica de la Torre Eiffel de 60 metros de altura en el jardín de casa, y fue solo tres o cuatro días después de emprender la demencial empresa cuando noté, por primera vez, la desgraciada depreciación del peso tiriguayo.

Soy lo suficientemente grande como para recordar la hiperinflación argentina de los años 89 y 90 -tenía nueve años cuando comenzó el asunto y aún vivía en el país de la decepción-, y la constante angustia que sufrieron mis padres esos dos años me resultó casi traumática. Recuerdo muy bien la omnipresencia de los australes, papelitos de colores que cubrieron al país como en una tormenta interminable de anarquía y confusión, como un incendio frío o un detergente que no hace espuma. Mi madre me enseñó que la causa de la inflación es pura y exclusivamente la emisión monetaria, la impresión de dinero por parte de gobiernos negligentes para financiar su déficit fiscal. Álvaro me dijo una vez que eso no es del todo correcto, aunque no recuerdo bien por qué, pero esos son solo detalles. Sea cual fuera la causa, Tiriguay siempre había mantenido su promedio de inflación anual en torno a un cómodo 2%, con lo cual yo me había hecho la idea de que nunca me iba a tener que preocupar por la posibilidad de que mi país adoptivo cayera en esa trampa. Lo que jamás hubiese imaginado es que el día en que sucediera la culpa sería pura y exclusivamente mía.

Fue un jueves de octubre cuando me enteré que el dólar pasó de valer 95 pesos tiriguayos a valer 150, una devaluación de un nivel inaudito para los estándares de nuestra historia nacional que prendió como chispa a la pólvora inflacionaria. En las siguientes dos semanas subió todo menos los sueldos. Claro que a nosotros no nos afectó, pero fue por demás incómoda la lenta comprensión de lo que estaba aconteciendo, en especial porque además de nosotros, no había nadie en todo el país que tuviese la menor idea. Ahora está claro, mis desenfrenadas adquisiciones de bienes importados habían agotado las reservas en moneda extranjera del humilde Banco Central Tiriguayo, y las millonarias contrataciones de mano de obra habían casi duplicado la base monetaria nacional, generando un desabastecimiento de bienes que no habíamos ni notado porque ya no nos ocupábamos de hacer nuestras propias compras. Pero tampoco tardaron mucho las autoridades en poner sus ojos sobre mí y sobre mi sospechoso aumento patrimonial: tres semanas después de la devaluación, un robusto agente federal llamaba al timbre de nuestro portón principal como con la insufrible ansiedad de quien cree haber descubierto al asesino en una partida de Clue.

El hombre me preguntó todo, desde la naturaleza exacta de nuestras “subastas” y los perfiles de nuestros “compradores” hasta el nombre del pulpo que habíamos comprado para el acuario. También quiso hacerle unas preguntas a Refugio pero por suerte logré convencerlo de que mi afamada esposa no estaba en condiciones de atenderle. Aunque en algunos aspectos me limité a fingir insania, en general diría que brindé una actuación digna de como mínimo una telenovela de la CW. La verdad también es que aunque todo indicaba que había lavado una fortuna incalculable, no había nada en mi vida que apuntase a un crimen preexistente como origen de esa fortuna. Insistí en que el dinero simplemente había venido de los miles de tiriguayos que se habían fanatizado con los cuadros de Refugio, y en que si no era de ahí, ¿de donde más habría salido? Le dije que en los próximos días le enviaría todas las facturas y documentación pertinente -irónicamente, eso sí que no tenía la más mínima idea de dónde habría de salir- y al cabo de una hora me dejó en paz.

Al día siguiente me junté con mi comité de abogados y contadores, cuya mera recomendación de soborno y falsificación hipotética ya me resultaba asfixiante, pero no tardé más que unas horas en soslayar el tema en favor de otro infinitamente más trascendente: en solo una semana teníamos agendada la quinta y última sesión de Terapia de Reversión Cuántica, cuyos resultados definirían de forma aterradoramente determinante la continuidad de la existencia de mi compañera de vida.

Pasamos la semana en silencio. Ella pintaba lo que ya asumía sería su última muestra de arte para este mundo: una serie de cuadros de aljibes bellísimos que considero son lo mejor que ha pintado en su vida, y lo hacía con una concentración y una gracia que nunca había visto y que llegó a conmoverme hasta las lágrimas. Yo solo recé a los dioses y acompañé, a ella y a los chicos, que intentaban disimular el dolor con falsa valentía y comentarios aislados vacíos de sustancia o adecuación. Ya no intenté distraer ni entretener esa última semana, y los días pasaron a pesar de nuestro afán de evitarlo hasta que llegó el día del juicio final.

Nos levantamos temprano, nos subimos al Audi Q7, y pasamos a buscar a los abus Cocó y Amparo Cornejo, que nos esperaban con caras de inocencia y consternación infantil en la puerta de su nueva casa.

Habíamos transformado un sanatorio local en un Centro de Terapia exclusivo para el tratamiento de Refugio, y habíamos traído a Tiriguay a cinco miembros del equipo de científicos checoslovacos que había desarrollado el procedimiento, todo con la discreción que se nos sugería o exigía de forma casi constante. El Doctor Alberto Bolbochán, ex-compañero de colegio de Refugio y considerado el mejor de los tres oncólogos del país, nos hacía de nexo con los checoslovacos, y fue él quien nos recibió al llegar al Centro esa madrugada de noviembre. El lugar parecía una casita inocente como cualquier otra, pero al acercarse uno podía sentir que esa inocencia era fingida y que en realidad escondía un poder fatal. La sala de operaciones, de estética como retro-futurista, consistía en un asiento-camilla como los del dentista rodeado de varias máquinas inquietantes y artefactos misteriosos. Cuatro armatostes protuberaban del techo y de tres de las paredes, apuntando sus rayos láser a la camilla, cada uno con un recipiente transparente en su centro con cuatro o cinco chapotes turquesas. En la cuarta pared, un gran ventanal permitía observar el procedimiento desde el cuarto de monitoreo, al cual solo me habían dado acceso después de insistir dos veces. Lo que quería ver básicamente era la lucecita de una de las máquinas de al lado de la camilla que, como me habían explicado en la primera sesión, indicaba el resultado del procedimiento, al terminar el mismo, con una simpleza desconcertante: el hipotético color verde significaba que mi esposa estaba curada, el rojo significaba que la vida no tiene sentido. Detrás del cuarto de monitoreo, mis hijos y suegros hacían zapping en una sala de espera y agonía, mirando la TV sin mirarla.

Los cuatro rayos láser iluminaron la sala de operaciones con un turquesa cósmico por unos quince minutos, recorriendo el cuerpo de mi esposa dormida con la gracia de un ballet soviético y literal precisión molecular. El sonido que emitían era aturdidor pero hipnótico, y la tensión era tal que, al terminar el proceso, me di cuenta de que había estado todo el rato estrujando en mi mano derecha la billetera vacía, que en esos días se había vuelto como un amuleto sagrado que llevaba a todos lados en un bolsillo del pantalón. Pero no le di importancia. No quería despegar la vista ni por un segundo de la macabra lucecita que se tomaba su tiempo para emitir el juicio, como para pensarlo un poco o tan solo agregar cruel dramatismo. Finalmente, se prendió el color rojo.

Yo asentí en silencio, me paré, y salí del cuarto de monitoreo. Crucé la sala de espera sin el valor para mirar a los ojos a mis hijos, deseando en vano que no se dieran cuenta de que ya sabía el resultado. Salí al patio del sanatorio, que consistía en una desolada galería que daba a un jardín de tamaño considerable, donde me encontré con un cielo gris, dos cipreses, un estanque y un banco incómodo. Me senté sin ganas ni de llorar, mirando al estanque, y advertí que no se veía el fondo. Saqué la billetera desgraciada, la billetera malcriada, y estaba a punto de tirarla cuando sentí una palmada en la espalda. El Doctor Bolbochán se sentó al lado mío, guardé mi amuleto, y nos quedamos como un minuto en silencio.

-Es tan absurdo… “multiplicación celular”. -me salió, sin pensarlo- No veo el sentido de que exista algo tan destructivo, tan cruel. -Bueno… en realidad, no diría que la multiplicación celular es cruel. -respondió el doctor- La multiplicación celular, así como causa cáncer, es la causa de que exista la vida en la tierra. La multiplicación de la primera célula, de la cual todos los seres vivos descendemos, es un milagro que la ciencia aún no puede explicar, y es la división de células, a través de los procesos de mitosis y meiosis, lo que nos permite crecer y reproducirnos. El problema del cáncer es más bien un problema de instrucciones: pequeños errores ortográficos en ciertas secuencias de código genético hacen que algunas células se multipliquen más de la cuenta o que no mueran cuando deben morir. Es más un problema de cómo crecer. De hecho, algo que no mucha gente sabe es cómo se forman los dedos: resulta que las células de entre los dedos se programan para morir al comienzo del desarrollo embrionario -una especie de suicidio celular-, pero si no fuese por eso las células continuarían multiplicándose uniformemente y en vez de dedos en las manos tendríamos paletas de tejido que… -Alberto, me acaban de confirmar que mi esposa se va a morir, ¿De qué hablás?

Fue extraño, yo sentía que me ahogaba y esta persona había decidido ayudarme con una lección de ciencias naturales, pero antes de que el doctor pudiese responderme escuché un grito de adentro del sanatorio que se sintió como el milagroso brazo de un ángel, extendiéndose hacia mi entre la violenta corriente de agua: “¡¡Papá!! ¡¡Vení!!”

Me paré casi al mismo tiempo que vi a Baltazar abrir la puerta del patio con una sonrisa y ojos llorosos, “Vení”. Volvió corriendo hacia adentro, cruzando la sala de espera en dirección a la puerta que daba a la sala de operaciones. Lo seguí con un trote, y recordé el momento en que me acerqué a la casa de Senderos del Talar justo antes de descubrir el límite de la billetera del poder. Lo que vi adentro de la sala de operaciones me hizo redescubrir que existe la magia, un sentimiento que solo puedo describir como sublime: mis hijos y suegra abrazaban a mi esposa, que se sentaba de costado en la camilla, el abu Cocó bailaba un zapateo que dejaba en ridículo al de Grandpa Joe en Charlie y la Fábrica de Chocolate, y dos o tres doctores revisaban exaltados las máquinas de alrededor, todos con lágrimas de alegría en los ojos; detrás suyo, la lucecita verde iluminaba su espacio inmediato con el poder de mil soles.

El cambio fue abrumadoramente repentino. De pronto Refugio podía caminar como si nada y decía que se sentía de maravilla, los chicos mostraban un entusiasmo que no había visto en un año y yo sentía que finalmente podía respirar, sentía como que flotábamos. El cielo nublado se despejó, y para festejar, fuimos los seis a comer a Servilia. Yo ya estaba acostumbrado a no mirar los precios, así que fue recién a la mitad del almuerzo, por un comentario de Álvaro, que noté que los platos que habíamos pedido costaban casi el doble que lo que habían costado la última vez, y que el fajo de dinero que llevaba conmigo -separado de mi preciosa- no me alcanzaba para pagarlo ni de casualidad. Pero como ya tenía claro, esto de ninguna forma me significaba un problema. Saqué la billetera fantástica de mi bolsillo, la besé -con lo cual la abuela Amparo me dirigió una mirada de confusión, que ignoré-, y coloqué el fajo de billetes en ella. Una hora más tarde, cuando pedimos la cuenta, el dinero me sobraba.

Volvimos a casa, dejando en el camino a los abuelos con caras de paz, silencio y descanso. Al llegar, nos pusimos a discutir sobre qué juego jugar en familia, Refugio tenía ganas de moverse después de tantos meses sin actividad física así que desestimamos los bolos, y estábamos entre un 21 en la cancha de básquet o un partidito de pádel cuando de pronto escuchamos el timbre del portón principal. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Prendí el televisor de 115 pulgadas del living principal y puse el canal que mostraba las imágenes de las cámaras de seguridad. En una imágen de la entrada se veían claramente dos autos de policía y una camioneta blindada esperando frente al portón. En otra, al lado del timbre, el mismo agente federal que me había entrevistado una semana antes sostenía frente a la cámara una hoja A4 con varios sellos y firmas de aire serio, donde se leía en violentas mayúsculas la frase “ORDEN DE ALLANAMIENTO”.

Apenas lo leí apagué la tele, y de a poco empecé a hiperventilar. Recordé que toda la semana el agente había estado amenazando con allanarme, diciendo que había encontrado varias contradicciones en mi testimonio y blá, pero mi amigo Pablo me había afirmado que no es posible allanar a una persona tras sólo una semana de investigación, así que había decidido ignorar el tema y no responder a sus mensajes hasta después de la sesión de Refugio. Nunca imaginé tener un escuadrón de la federal en la puerta de mi casa ese mismo día. El pánico se apoderó de mí, y comencé a caminar de un lado al otro del living de forma errática. Refugio y los chicos no habían llegado a ver las imágenes en el televisor así que me preguntaban qué estaba pasando, pero no les pude responder por al menos uno o dos minutos. Por mi cabeza pasaban imágenes de juicios y prisiones -que irracionalmente incluían a mis dos menores de edad detrás de las barras-, pero debo admitir aunque duela que lo más aterrador era la idea de que alguien pudiese quitarme la billetera de la misericordia. Cuando finalmente llegué a una decisión, la miré fijo a mi esposa, y con tono de fatalidad dije “Tenemos que escondernos”.

Guié a mi familia a través de la colosal planta baja, en dirección a la biblioteca, mientras respondía algunas de sus preguntas, por dentro fantaseando con una huida matutina y una nueva vida en Tierra del Fuego. En la biblioteca había instalado lo que era indiscutiblemente el mejor escondite posible: una caja fuerte de 3x3x3 metros, escondida detrás de una de las estanterías de libros, a la cual solo se podía acceder presionando la letra H de una antigua máquina de escribir que decoraba uno de los estantes de enfrente. Al presionarla, la estantería se abrió como una gran puerta, revelando el interior de la caja fuerte repleto de lingotes de oro. A pesar de los lingotes entrábamos relativamente bien los cuatro, solo un poco apretados, pero una vez adentro Refugio me recordó que alguien debía quedarse afuera para cerrar la bóveda y luego volverla a abrir. Le di la razón, le di un beso y les dije perdón a los tres, prometiendo volver a abrirles apenas se hayan ido los intrusos. Volví a presionar la tecla y, antes de que se cierre la estantería, tiré la billetera al fondo de la caja fuerte. “Por si las dudas”, pensé. Empecé a correr por todos lados, frenético, en busca de un escondite para mí. Al pasar por un ventanal que daba al jardín de enfrente advertí que las fuerzas del orden habían logrado derribar el portón y acababan de estacionar sus monstruosos vehículos frente a la puerta principal. Seis o siete agentes se bajaron de la camioneta blindada con un ariete, dispuestos a derribar mi vida. Corrí escaleras arriba, y fue en la recepción del segundo piso donde encontré mi guarida: el sarcófago egipcio que le había regalado a Álvaro miraba a una ventana de marco tallado, en la otra punta del ambiente, como extrañando su arenoso hogar en la ribera del Río Nilo. Lo abrí, me metí adentro y esperé.

Unos 30 minutos más tarde escuché los pasos de un hombre subir las escaleras. Pasó por delante del sarcófago donde me escondía y su sombra se filtró por entre la ranura. Evidentemente recorrió todo el piso, y diez minutos más tarde se volvió a acercar a donde estaba yo, al tiempo que un segundo hombre subió las escaleras.

-¿Y? ¿Algo? -dijo el segundo-. -No. Mirá. Sarcófago... Más allá tienen un cuarto todo hecho de Lego... -Si, Fede encontró abajo unos bustos de mármol con sus propias caras. -Full psicópatas. -Me tuve que contener para no responder al ofensivo comentario-. -¿Pero de evidencia nada? ¿Papeles, documentación? -Nada. Vamos.

Esperé unos quince minutos más, salí del antiguo sepulcro, y me acerqué con discreción a la ventana que daba al jardín de enfrente. Se veía la Torre Eiffel a medio construir, al lado del playón de estacionamiento que yacía vacío: los vehículos de la ley se habían marchado.

Me dispuse a bajar las escaleras, y ya me estaba relajando cuando empecé a recordar y darme cuenta. Bajé las primeras escaleras a un paso apurado. Habíamos terminado de comer hacía bastante más de una hora, y una hora antes de eso había colocado un fajo de billetes de 100 en la billetera cornucopia, la billetera de ceniza. Bajé las segundas escaleras de a tres escalones. Recordé que había arrojado el cuero maligno al fondo de la caja fuerte, aún con varios billetes adentro, y que había caído detrás del gran muro de lingotes de oro, fuera del alcance de mi esposa y mis hijos, que apenas se podían mover. Atravesé el living principal y el comedor intentando correr, pero ya las náuseas me ganaban y mis piernas me dejaban de responder. Hacían ya unos buenos diez o quince minutos que la billetera del dolor y la destrucción debía estar generando cientos de miles de billetes por segundo. Imágenes de asfixia y de una explosión verde empezaron a dar vueltas en mi mente como un torbellino de caos y desamparo. Súplicas ignoradas y gritos inocentes se alzaban como burbujas en riqueza hirviente, y la presión de un volcán de opulencia estrujaba a mi familia con lava de papel contra paredes de acero y lingotes de oro, todo tiñéndose de a poco con rojo sangre. Presioné la letra H del odioso ornamento, el mecanismo se tomó dos segundos y la estantería se abrió con un estruendo aterrador, impulsada por el tsunami de billetes verdes que emergió de la caja fuerte con la intensidad y la furia de un dios antiguo. El tsunami me derribó, y me cubrió junto a toda la biblioteca de millones de billetes de 100 pesos que, como el resto del mundo, habían perdido cualquier atisbo de valor o importancia.

 

*****

 

Fue siniestro… no sé qué hubiese hecho si no fuera por Gus. Como ya mencioné, varios meses antes de mudarnos a la mansión contratamos un mayordomo macanudo, y lo cierto es que ese hombre de bien nos acompañó en los meses más difíciles de nuestras vidas con una dedicación admirable. Se llamaba Fernando De las Cuevas, aunque todo el mundo lo conocía como Gus, y se ocupaba de todos los pormenores que implica administrar una riqueza desmesurada como la nuestra. Por su buen desempeño en los meses previos, decidimos llevarlo con nosotros a vivir en la mansión, y según lo que me contó más tarde, fue al poco tiempo de mudarnos que, mientras limpiaba los adornos de la biblioteca, se tropezó con un banco y se apoyó en el teclado de la máquina de escribir del estante, descubriendo la caja fuerte secreta con nuestros cientos de miles de onzas de oro macizo. Como todos los viernes, el día anterior a la última sesión de Refugio se fue a dormir a su propia casa -les dábamos el mismo beneficio a todos nuestros sirvientes-, y recién después del mediodía del sábado debía regresar a trabajar, pero fue entonces que se encontró con el ejército de agentes federales acechando frente al portón. Prefirió no meterse, esperando a que se vayan a una distancia prudente, y recién al verlos despejar el lugar se acercó a la sobredimensionada vivienda, siempre manteniendo la discreción. Según nos dijo, se dio cuenta inmediatamente que nosotros debíamos estar escondidos en algún lugar y por eso abrió la caja fuerte -Refugio piensa que se quiso quedar con el oro pero yo no creo, Gus no haría algo así-. De cualquier forma, lo importante es que el hombre liberó a mi familia con varios minutos de sobra antes de la explosión. Los cuatro estaban de lo más tranquilos, charlando en el comedor, cuando escucharon el sonido como de relámpago que causé al abrir la estantería de nuevo.

Gran parte de la razón por la que escribí todo esto es para explicarle a mis compatriotas tiriguayos lo que pasó, porque por más difícil que sea creerlo, tienen derecho a saber. Les quiero pedir perdón por la tragedia inflacionaria que estamos viviendo, pero sepan que por lo que hablé con mis analistas el asunto debería estar llegando a su fin. El susto que me pegué con la caja fuerte fue un baño de realidad, y esa misma tarde prendimos fuego el amuleto.

El juicio nunca prosperó porque nunca pudieron encontrar evidencia que nos incrimine, y nunca la hubiesen podido encontrar tampoco porque no la hay, porque no hubo crimen preexistente al lavado de activos. Igualmente decidimos mudarnos a una casa más chica y llevar una vida más simple, sin tantas distracciones semanales o lujos estrambóticos, sin basar nuestras vidas en lo que mis chicos llaman fomo -que entiendo significa algo como miedo a la muerte-, y disfrutando un poco más de los pequeños momentos. Debo admitir que aún pienso en ella, cada tanto, en su mundo de posibilidades multiplicantes y en sus promesas de completitud. Lo que me ayuda en esos casos es pensar en el momento en que conocí a mi esposa, esa tarde de sábado ventosa que entré a ver la exposición de los Sombreros Multifacéticos. Pienso en cómo, a pesar de la locura que viví este último año, ese fue el momento más esencial de mi vida, y no lo cambiaría por nada en el mundo. Ese momento, esa mirada, considero es mi mayor tesoro, es mi luz y mi compás, y es algo que nunca me podría haber dado la baratija, ese falso profeta, receptáculo de razones misantrópicas… ese heraldo de ausencia y desvalor, fuente devoradora del caos y la entropía… mi querida billetera billetera metástasis metástasis.