Reflexiones de un Viaje a la Tierra de Bhāratá

 

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En enero de 2020 me fui de viaje a la India. Me quedé un mes y medio allá, y se sintió un poco como viajar a otra dimensión. El caos de las calles, los constantes barriletes en el cielo y el misticismo de los templos me fueron envolviendo de a poco, como en un sueño surreal. Fue confuso, abrumador, y una de las tres o cuatro mejores experiencias de mi vida.

No puedo hablar del viaje sin decir que consistió principalmente en un voluntariado -digo principalmente porque los últimos 10 días los pasé cruzando el país en tren para llegar a Nueva Delhi, de donde salía el vuelo de regreso-, y aunque fue increíble, entiendo que hay una cantidad importante de mitos y narrativas que la gente asocia a ese tipo de experiencias. Es por esas narrativas que no incluí estas memorias entre las primeras publicaciones que inauguraron la página web, pero hace poco recordé que las tenía y, pensándolo un poco más, me di cuenta del absurdo. Creo que lo que hice fue algo bueno, y una simple introducción que deje claro el contexto y mis motivaciones para participar del voluntariado debería ser suficiente para evitar malinterpretaciones, porque pienso que la experiencia fue tan edificante que vale 100% la pena compartirla. El contexto fue el siguiente:

Contexto / Marco - Ego y altruismo

La idea de los voluntariados en el extranjero me fascinó desde muy chico. Recuerdo un especial impacto de la película Beyond Borders, pero la verdad es que historias como esa son parte de un estereotipo hollywoodense mucho más general: The Principal, Freedom Writers o incluso Avatar de James Cameron y más recientemente Dune, son solo algunos ejemplos en los cuales una persona altruista y heróica deja atrás una vida de paz o privilegios para ayudar a una sociedad desafortunada. La épica, la magnanimidad de estas historias, capturaron mi imaginación de adolescente de tal forma que en mi último año de colegio me puse a averiguar los requisitos para ser voluntario de las Naciones Unidas, y recuerdo muy bien la frustración de descubrir que para participar se requiere un título universitario. Ahora agradezco a quien sea que se le ocurrió ese requisito, porque como es sabido, hay pocas cosas tan extraordinariamente inagotables como la estupidez de un chico de 17 años.

En los últimos años, y por buena razón, el estereotipo del hombre occidental privilegiado sacrificándose por la gente de sociedades menos afortunadas pasó a ser muy controversial en círculos académicos, donde se lo conoce como el complejo del salvador blanco -o white savior-, y muchos argumentan que su perpetuación es incluso dañina para ellos a quienes se pretende ayudar. El argumento sostiene que esa supuesta beneficencia -sea en historias o en la vida real-, le roba agencia a quienes la reciben, actúa de forma paternalista suponiendo que no pueden ayudarse a sí mismos, y solo sirve para que quienes la proveen se sientan bien consigo mismos, inflando su ego y justificando su privilegio.

Esa visión me resulta bastante exagerada -algunos han ido tan lejos que hasta critican a Bob Geldof por organizar el concierto Live Aid de 1985, que recaudó millones de libras para aliviar la hambruna en Etiopía-, pero el argumento de base no se puede ignorar: hasta qué punto son estos proyectos llevados a cabo por puro altruismo y no por mera vanidad personal? Personalmente, pienso que la respuesta es hasta un punto bastante alto. Sería muy extraño que alguien piense de forma consciente “ojalá me vean ayudando y me admiren”. En todo caso, el problema es que hay una motivación secundaria, natural y subconsciente, de que el trabajo sea reconocido, y hay mucha ignorancia sobre las formas eficientes de ayudar. Esto funciona como un sesgo psicológico y hace que muchas personas ayuden de forma ineficiente en iniciativas que generen esa suerte de épica alrededor suyo, en donde puedan contar historias atrapantes o en donde se puedan sacar muchas fotos para Instagram.

Pero todo eso no deja de ser secundario. En base a mi experiencia hasta diría que, más que inflar el ego, las experiencias de voluntariado ayudan a la destrucción del ego, porque promueven constantemente la empatía en base a un principio de igualdad entre las personas. Es por esto último también que la noción de que la beneficencia sea psicológicamente dañina para quien la recibe me parece absurda, porque justamente, en un voluntariado se desdibujan las líneas de separación entre ayudantes y ayudados. Muchos de los voluntarios -los más experimentados- son gente local, y con ellos se genera un vínculo como de fraternidad. Los voluntarios y la beneficencia de la gente privilegiada sólo generan un extra de ayuda, y por ende cambian la vida de millones de personas a diario que reciben atención y servicios básicos que de otra forma no verían. La gran mayoría de los que tuvimos la suerte de poder participar en iniciativas como la de mi viaje a la India sabemos perfectamente -y todo el mundo debería saber- que no somos ningunos sacrificados, que nadie le salvó la vida a nadie y que nada hubiese cambiado en la India si alguno de nosotros no iba al viaje. Sabíamos que en un mes volvíamos a nuestras vidas de privilegios, y no nos enfrentamos a ningún riesgo al cual no nos hayamos enfrentado una noche cualquiera caminando por la Ciudad de Buenos Aires. Pero sea como sea, es poco común que un voluntario se ponga a pensar en estas cosas, porque la experiencia no pasa por ahí.

Otra cosa muy distinta es la eficiencia de este tipo de ayuda, y acá entran en juego las ideologías: un comunista probablemente piense que la mejor forma de ayudar sería promoviendo una revolución para que el proletariado se apodere de los medios de producción, y un libertario probablemente piense que lo mejor es hacerse rico para después donar; alguien puede decir que es más eficiente que cada uno ayude a la gente de su propio país, pero otro le podría responder que eso sería favoritismo y que es mejor ayudar al que más lo necesita, sea donde sea. No creo que sea bueno ponerse a juzgar a gente que ayuda por la ineficiencia de sus métodos, porque ayudar es ayudar, pero es por esto de la eficiencia que agradezco no haberme convertido en voluntario de la ONU a los 17 años. Al menos en mi caso, eso hubiese sido dejarme guiar por el sesgo y la épica. Como mucha gente, yo de verdad quería -y quiero- usar mi vida para aportar lo más posible a la sociedad, pero como mucha gente, solo con el tiempo me pude dar cuenta de lo difícil que es aportar de forma verdaderamente significativa, de la importancia de estudiar y formarse, y de lo fundamental de hacerlo desde el lugar de cada uno, de acuerdo a los intereses y pasiones personales y con la mentalidad del altruismo eficaz¹.

Lo que sí tenía claro ya a los 17, cosa que pude comprobar a lo largo de los años, es lo bien que se siente participar de actividades de voluntariado. Creo que el altruismo es naturalmente agradable para los humanos, y cualquiera lo puede comprobar con una simple actividad de fin de semana en una ONG o subscribiendose a cualquier programa de donaciones de su preferencia. La ciencia demuestra² que evolucionamos para empatizar y para siempre buscar aliviar, aunque sea un poco, el dolor de otros seres vivos. El acto más pequeño o mundano nos puede llenar de motivación y significado, porque ayudar es ayudar, y pienso que si uno lo puede hacer en el marco de un viaje de crecimiento personal, conociendo otras culturas y aprendiendo a empatizar con gente distinta, no hay razones para no hacerlo.

Pero vuelvo un poco a mi experiencia personal: frustrado mi plan de adolescente de ser Gerard Butler luchando por la liberación de Medio Oriente con las Naciones Unidas, decidí intentar dedicarme a la política en mi propio país. Esto también resultó un error, por una serie de razones que no vienen al caso, y a medida que pasaron los años cambié varias veces mis perspectivas de futuro. Hacia 2019 ya sentía el llamado del mundo de las ideas, la ficción y el cine, pero siempre quedó en el fondo de mi mente la idea del voluntariado en el extranjero, un deseo profundo de conocer algo de ese mundo, y de entender de qué se trata. Siempre sentí que una experiencia así era algo que me faltaba, y que de alguna forma me permitiría entender varias cosas sobre mí mismo, y fue a principios de ese año que mi hermana me vino con una idea. Ella siempre tuvo inquietudes parecidas a las mías, pero a diferencia mía, logra ponerlas en práctica todos los días, y por eso es una de las personas que más admiro en el mundo. La idea venía de una amiga suya que había hecho un voluntariado en un pequeño país llamado India, y consistía en que yo la acompañe a vivir lo mismo. Para ese año yo también había desarrollado un difícil-de-explicar deseo de conocer ese país, el hogar de Buda Gautama, Rama, y El Libro de la Selva, y la mera posibilidad de combinarlo con un voluntariado me llenó inmediatamente de entusiasmo. El único detalle que me hizo dudar fue que el grupo que organizaba el proyecto era un grupo religioso.

A diferencia de mi hermana, yo soy ateo, y aunque me parecía clave hacer el viaje con un grupo conocido -estando con ella-, me costó entender que la religión no tenía por qué entorpecer el objetivo del viaje. Pero India es un país extremadamente religioso: en especial el hinduismo, el budismo y el islam -pero también el cristianismo y muchas muchas otras creencias-, están presentes constantemente y en todos lados, en forma de templos, festivales religiosos y cuadros o adornos que decoran todo tipo de locales y vehículos. Los musulmanes tienen hasta altavoces en las puertas de las mezquitas para difundir sus rezos a cualquiera que pase a un par de cuadras a la redonda. Pienso que de esta forma India representa a la humanidad en su versión más pura, porque el humano fue siempre un ser religioso -el ateísmo o agnosticismo representan sólo un 7% de la población mundial y la sociedad laica es un fenómeno reciente-. El hinduísmo, además, es politeísta, como lo fue la mayor parte de la humanidad en sus primeros 10.000 años de historia registrada, distintas regiones del país veneran a dioses distintos y hasta hablan en dialectos distintos. En ese caos fui a intentar buscar sentido.

India es un país de misticismo y de confusión, de sueños y contradicciones. Con estos cuatro textos lo que quise hacer fue compartir un poco de lo que sentí. Obviamente es muy difícil transmitir todo tal cual fue, y un texto sobre un viaje es como una foto borrosa, o como un intento de reproducir Human Sadness de The Voidz en el teclado de un Nokia 1100, pero la idea es simplemente compartir un poco, y así difundir algunos de los infinitos llamados y colores de ese enorme país.

I. Atención

Duermo en un avión. De repente, se sacude el mundo y despierto con un ruido como de trueno: aterrizamos en Kolkata. Es como si alguien me diera una cachetada y me dijera que preste atención. Unas horas después, me encuentro en un taxi rumbo al hostel, y mientras cae la noche, nos adentramos en una ciudad mágica.

Caos. Los bocinazos no paran de sonar ni por 5 segundos. Cómo van a parar, si están todos todo el tiempo a punto de chocar? La autopista es como un río místico de autos, motos y tuk-tuks -taxis de 3 ruedas-, de todos los colores, tamaños y formas, todos pegados a centímetros de distancia y a toda velocidad. El taxi donde vamos, como todos en la ciudad, es un modelo de los años 50 o 60, y el conductor no habla inglés. Me pongo a pensar en que a cada uno de esos vehículos lo maneja una persona con una historia de vida, una cultura y unos sueños totalmente distintos a los míos. Para añadir al sentimiento surreal de que el mundo se dio vuelta, los indios manejan del lado izquierdo. Cada bocinazo me recuerda que tengo que prestar atención.

La ciudad es un delirio. Luces de todos los colores iluminan edificios de todas las épocas. Algunos se caen a pedazos y parece que la naturaleza los reclama, cubriéndolos de enredaderas como pequeñas victorias en su lucha contra la civilización. Templos de todas las religiones tratan de conectar al hombre con lo que cree que está ‘más allá’, y estatuas y monumentos inmortalizan animales y figuras históricas.

Dejamos la autopista y nos adentramos en las angostas y zigzagueantes calles de la ciudad. Bordeamos ríos y parques, esquivamos perros, cabras y vacas. Estos animales, junto con los cuervos y ratas, se alimentan de la basura. Hay mucha, mucha, mucha basura, cubriendo calles y veredas como un manto de decadencia y olvido. Pero los animales siempre encontramos algo para rescatar de las sobras del consumo y de la civilización. El smog cubre el aire, una basura más, gaseosa en vez de sólida, y esconde las humildes historias de los bengalíes. Ellos están por todos lados. Caminan por el medio de la calle, entre los bocinazos, vestidos con mantos, polleras, saris y burkas de todos los colores y formas. Qué distintos son, pero qué parecidos. Los niños corren y ríen y estresan a sus madres. Los mayores venden comida y ropa en las veredas y en negocios de todas las variedades. Hay carteles de publicidad de shampoo y otros de propaganda política que me hacen pensar “esto es como Argentina”, hasta que un tipo cruza la calle tirando de una carreta, y con el ruido de una bocina me vuelve el recuerdo de donde estoy.

En un momento del caos, aparece por una esquina de la angosta calle por la que vamos, una grúa enorme, viniendo de frente hacia nosotros. Las luces me encandilan, la bocina me aturde y como por arte de magia, aparecemos del otro lado, la esquivamos. No sé y nunca voy a saber como hizo el taxista, pero nos estallamos de risa con las chicas que me acompañan en el taxi, no podemos creer lo que nos pasa.

Después de unas cuadras, el tráfico se hace tan difícil que quedamos parados, sin movernos, y el taxista decide apagar el motor. De repente, un niño se acerca a mi lado del taxi, golpea mi ventana, y me hace una seña de que quiere comida, y me sacude el mundo, otra cachetada. Recuerdo donde estoy y bajo a tierra. No es que nunca haya visto a un niño pedirme comida, pero hay algo que revuelve el estómago en ver esa imagen, tan conocida, del otro lado del mundo. Sea que el niño de verdad tenga hambre, o sea que está siendo explotado por un mayor, la imagen es de injusticia suprema, de inocencia ignorada, y está al centro de la cuestión humana. Tardo en reaccionar, no tengo nada a mano para darle, y recuerdo que no tengo forma de ayudarle, no de verdad. El chofer enciende el motor, y seguimos de largo. Bocinas.

Hay un libro de Aldus Huxley llamado “La Isla”, donde el escritor imagina una utopía. En ese mundo perfecto, una de las cosas que imagina son unos pájaros robot que están por toda la isla. Estos pájaros están programados para, cada un período de tiempo determinado, decir la palabra “Atención!”. El objetivo de este extraño precursor de la “mindfulness” (concepto que tan de moda está en la psicología moderna), es el de recordar a los habitantes de La Isla que prestaran atención al mundo que los rodea, pegarles cachetadas. Es la forma en la que decidí tomarme los bocinazos: un llamado a bajar a tierra, absorber la información del mundo, y ser uno con ella. Vivir en el presente y no perderme en mis propios pensamientos, preocupaciones y especulaciones. El mundo está lleno de maravillas, solo hay que saber buscarlas entre la basura.

II. Preguntas

Qué estoy haciendo? Para qué vine? No hay suficiente gente con hambre en mi país? Vine para hacerme el capo? Por lo que quiero que los demás piensen de mi? Vine a mirar a los pobres, como quien va a un zoológico?

A las 7am salgo del hostel para Mother’s House, donde se hace el desayuno con los voluntarios. Voy solo, porque el resto fueron más temprano a misa. Me pongo mis auriculares, la canción Paper Planes de M.I.A., y empiezo a caminar. Nunca había visto unas calles tan llenas de vida. Perros, cuervos, basura, colores, negocios, templos de todas las religiones, personas, sonrisas, taxis, tuk-tuks y más personas. Amo esa canción. Todo me parece fascinante, y en cada cuadra que hago encuentro una nueva maravilla del mundo.

Unas horas después, estoy en el patio de Nabo Jibon, un hogar para discapacitados rescatados de la calle, muy lindo, silencioso y lleno de árboles. Saco a pasear a un paciente, Robert, en silla de ruedas. Tomamos velocidad y amago con chocar a otro de los pacientes, una pavada, pero Robert se empieza a reír a carcajadas, y me llena el corazón.

Creo que para eso vine. No es sobre buscar a la gente más hambrienta, es sobre buscar a la gente más distinta, y aprender a empatizar con ellos. No es sobre lo que los demás piensen de mí, es sobre cambiar la forma en la que yo pienso en los demás. No tiene nada que ver con un zoológico, tiene que ver con compartir. Ellos están tan fascinados conmigo como yo estoy con ellos, me sacan fotos! Vine a servir en lo desconocido. Vine a explorar lo distinto. Vine a encontrar sentido en el medio del caos.

III. Ratas y Cuervos

Hay ratas en Kolkata, muchas. Las veo en patios de hostels y cocinas de restaurantes, y me acompañan en mis caminatas por la ciudad. Algunas son grandes, feas y amenazantes. Otras chiquitas, tiernas e inocentes. Trato de quererlas a todas. Causan rechazo por su reputación de portadoras de enfermedades, en una extraña semejanza con los -conscientes, humanos- pacientes de Khaligat. A ellas también les duele, lo dice la ciencia.

Nos despertamos 5am con los cantos musulmanes. Me parece lindo, le cantan al universo. Así, salimos de un sueño para entrar en otro, que comienza con la oscura caminata hacia la misa de 6am en Mother’s House, a la cual voy de espectador. El piso está lleno de basura, la cual es barrida por solitarios indios que la juntan en pilas para luego quemarla, añadiendo al smog que llena el aire. Muchos indios salen a la vereda con palanganas llenas de agua y jabón, que usan para bañarse, tapados solo con trapos en la fría madrugada. Aparecen los primeros vendedores ambulantes y los primeros bocinazos de tuk tuk. Nos adentramos en el barrio musulmán, donde la gente empieza a abrir sus tiendas, y ya cuelgan los pedazos de carne. Son dos o tres cuadras que son de carnicería, pero no carnicería en el sentido en que nosotros conocemos la palabra. Esta es carnicería a cielo abierto, y se puede ver todo el proceso de mutilación. Vacas, cabras, pollos y cerdos, en distintas gamas de rojo, gris y negro, de todas las formas, texturas y tamaños, cuelgan de los techos de las tiendas, chorrean sangre. Los calcutenses se sientan en pisos de cemento ensangrentado con machetes y cuchillos de todos los tamaños a filetear lomos y vacíos. La carne los rodea a ellos y a nosotros en un escenario dantesco. Cabezas de vaca, patas de cerdo, plumas de pollo por todos lados. También hay muchos de estos animales vivos, atados con sogas o apretados en jaulas, aterrados. Observan a sus parientes ser mutilados en la oscuridad. Al salir del barrio musulmán, el smog nos permite mirar directo al sol, que empieza a salir, y pinta el aire de colores extraños, de forma psicodélica. Sobre la calle, a unos 5 metros de donde estoy, veo un cuervo, revolviendo algo con su pico. Observo con atención y me doy cuenta de que es una rata, un cadáver de rata. Me descoloca. Esto fue hace poco menos de dos semanas, y todavía no me puedo sacar la imagen de la cabeza. Un cuervo escarbando un cadáver de rata. Pero es normal no? Unos animales se comen a otros.

El Hotel Galaxy, donde nos quedamos, es administrado por una familia de hindúes. No sé exactamente cuántos son, pero son todos amigables y siempre están dando vueltas por si alguien los necesita. Limpian las instalaciones y atienden a la gente, aunque no hablan mucho inglés. No son los dueños del hotel, el dueño es un tipo raro que aparece poco, y estoy bastante seguro de que es una mala persona. Básicamente mi sospecha se basa en el hecho de que pagamos lo mismo por nuestro hospedaje que en el hotel BMS, pero la familia que administra el Galaxy duerme en el piso. El BMS tiene un jardín enorme en impecable estado, con flores, quincho y demás; el Galaxy no tiene nada de eso y Rohina, una niña de 6 años que pertenece a la familia, duerme en un piso de cemento, solo separada de la calle y la basura por una fría reja de metal, como una rata. La situación me hace doler. No puedo estar seguro, pero pareciera que Rohina podría vivir mejor, el dueño les podría pagar salarios dignos a sus empleados, pero no lo hace. No adhiero a la teoría del valor-trabajo, pero sí adhiero a la teoría de que este dueño es una mala persona, un cuervo.

La imagen más grotesca que vi desde que llegué a esta ciudad llegó a mis ojos cuando menos me lo esperaba. Caminábamos por la calle con algunos amigos en búsqueda de un lugar para comer, mientras 100 bocinas me recordaban que preste atención a mi alrededor. Entre los autos, motos, y gente de las vestimentas más variadas, divisé a un hombre, bajito y un poco panzón, con un turbante en la cabeza, arrastrando un carro. Era un carro bajito de 4 ruedas, como ese que usa Matilda en la película para llevar sus libros. Me acerqué y, al mirar dentro del carro esperaba encontrar algún producto a la venta, pero no fue eso lo que encontré, en absoluto. Dentro del carro había un hombre acurrucado. Este hombre no estaba bien, estaba desnutrido. Nunca en mi vida había visto brazos o piernas tan finitas. Piel y huesos, hechos un bollo. El panzón pedía limosna para el desnutrido, y me abrumó un sentimiento de que algo estaba muy mal, esto no era normal. Kolkata vivió durante años en comunismo y hay muchas ONGs trabajando en la zona. Seguramente, tenía que haber una forma de poner al flaco en una camilla de hospital. De vuelta, es pura especulación, pero el panzón parecía ser una muy mala persona. Todo indicaba que este hombre usaba al otro, lo abusaba para conseguir limosna. Me recordó de vuelta al cuervo comiéndose a la rata, y me causó dolor, y me dió rabia.

Es viernes a la tarde y salimos a caminar con el grupo del hotel. Nos dirigimos al Memorial de la Reina Victoria, un palacio de mármol que funciona como museo y que es la principal atracción turística de Kolkata. Después de bordear una avenida, entramos a un parque inmenso, más grande que cualquiera que haya visto antes (por lo menos 1km cuadrado), una llanura de pasto grisáceo rodeado de árboles y, para variar, totalmente cubierto de basura. A lo lejos, cruzando el parque, ya se ve el contorno de nuestro destino: la cúpula blanca del Memorial se asoma entre los árboles y refleja el sol de la tarde. La basura no les importa a los cientos de calcutenses que vinieron a descansar después de una semana de trabajo. Los chicos corren, las parejas se sientan a mirar los pájaros. Nosotros cruzamos en relativo silencio. Como en toda la ciudad, el cielo se decora con incontables barriletes de todos los colores, remontados por niños y adultos. Los jóvenes juegan al cricket (una especie de baseball) con una pasión comparable a la de los argentinos con el fútbol, y unos lo dejan a mi amigo Fran batear una pelota, para romper la barrera del idioma por unos segundos, compartir unas risas y despedirse para siempre. En el medio de la nada, alejado por lo menos 20 metros de cualquier persona, se para un caballo tan flaco que se le ven las costillas. Está completamente quieto, ni siquiera se agacha a comer pasto y parece no tener dueño ni razón para vivir. Casi que llega a desconcertarme, pero en esta ciudad lo extraño es lo normal, y sigo caminando.

Después de unos 15 minutos que se pasan como 5, llegamos al Memorial, pagamos la entrada, y es lindísimo. El palacio de mármol, como una gema blanca, se rodea de jardines verdes, flores de todos los colores y fuentes de agua. Por primera vez en mucho tiempo, no veo basura. En la entrada hay una estatua de la Reina Victoria, sentada en su trono, con cara de enojada. Es un monumento al Imperio Británico, a la colonización, a la conquista y sometimiento por parte de la East India Company. Es un monumento a los cuervos. Pero es normal no? Que un país conquiste a otro, que lo explote, que se lo coma. No adhiero a las teorías poscoloniales que suscriben todas las desgracias de países como India al imperialismo (el desarrollo económico es más complicado que eso), pero si creo que la conquista territorial, el sometimiento de los pueblos y la explotación comercial han generado un sufrimiento insoportable en la humanidad, heridas que no son para nada fáciles de sanar. Estos temas son inseparables de la historia humana, y por suerte el mundo se ha democratizado y dejado muchas de estas cosas atrás, pero aún quedan en la vida cotidiana reflejos de la explotación. Hay patrones de conducta, ecos que se repiten en la historia, abuso a los más débiles, cuervos, ratas, conciencia, animales, sufrimiento, humanos y la posibilidad que tenemos los humanos de escapar y quebrar el ciclo de destrucción.

En Rajastán, al noroeste de la India, hay un templo dedicado a un grupo de ratas. Son miles de ratas que viven en el templo y, según creen los hindúes, son la reencarnación de los hijos de una diosa. Tiene unos 500 años. En Siberia, al sur de Rusia, hay un monumento dedicado a las ratas de laboratorio. Honra a esos seres inocentes que hicimos doler y sufrir para conseguir avances científicos. Tiene unos 7 años. El hombre sabe, si piensa lo suficiente, que lo merecen. Somos capaces de darnos cuenta de las cosas que tenemos en común con estos pequeños animales. La felicidad, la tristeza, la excitación, el miedo. A ellas también les duele…

IV. Dioses

Hace ~3000 años, un rey del norte de la India estaba en un viaje de caza por un bosque remoto. En el bosque se encontró con la hija de un monje y concibió un hijo con ella, pero volvió a su palacio y no supo nada más al respecto hasta varios años después. El niño creció en el bosque, rodeado de animales salvajes. Cuando su madre decidió llevar el niño ante el rey, la primera reacción de este fue no reconocer al niño, y solo después de recibir evidencia pudo aceptarlo como heredero al trono. Los hindúes consideran que ese niño, llamado Bhāratá, conquistó todo el subcontinente indio, que tenía la fuerza de 10.000 elefantes, que su reinado duró 27.000 años y que es el ancestro común de todos los pueblos hindúes. Por esto es que el nombre nativo de India es Bhāratavarsha, la tierra de Bhāratá.

Hace ~2500 años, nació en Grecia un hombre muy inteligente. Cuando fue mayor de edad, descubrió que al sumar las longitudes de dos lados de un triángulo rectángulo, multiplicadas por sí mismas, se obtenía la longitud del tercer lado, también multiplicada por sí misma³. Su nombre era Pitágoras, y al hacer este descubrimiento se creyó que era un dios. Fundó una secta en torno a su divinidad, y cientos de personas lo adoraron como a un ser místico. Esto fue antes de Sócrates y todavía no era común en las sociedades del Mediterráneo pensar las cosas con seriedad, resolver problemas, y descubrir nuevas verdades sobre el mundo. Para muchas de esas personas, Pitágoras había inventado la matemática, lo cual no podía ser otra cosa más que magia, la obra de un dios.

En la misma época, pero en un remoto palacio de los Himalayas, un hombre decidió abandonar la fortuna de su familia para dedicarse a meditar y errar por la India como vagabundo. Varios años después, se sentó bajo un árbol en la zona de Bodh Gaya, y meditó durante 49 días. El último día terminó de formar una idea, y con ella cambió al mundo. Su nombre era Siddharta, pero ahora es más conocido como Buda, y aunque es imposible reducir su idea a una sola frase, pienso que si uno tuviese que hacerlo quedaría algo como “la importancia de separarse a uno mismo de su propio sufrimiento”. Con esa idea, Siddharta elevó a la humanidad.

Hace ~2000 años, un hombre judío muy inteligente pensó que se podía vivir mejor. Pensó que todo lo que necesitamos para vivir es amor, y se enamoró de su propia idea. Hacía siglos se profetizaba la llegada de un Mesías, y Jesús de Nazareth pensó que tenía que ser él, tenía que ser su idea. Una idea simple, amar a todos como a uno mismo, incluso a los enemigos, una revolución. Creó la religión más grande en la historia de la humanidad.

Hace ~1400 años, un hombre de Arabia se fue a rezar solo a una cueva, y al volver, se convenció a sí mismo de que había sido visitado por un ángel. Empezó a predicar en su pueblo las ideas que le transmitía el ángel, entre las cuales la principal era algo como “la importancia de someternos a las reglas del universo”, y comenzó a ganar más y más adeptos. Fue muy perseguido y las cosas pronto se tornaron violentas, y nació la última de las grandes religiones. Mahoma y el Islam le dieron sentido a la vida de sus millones de seguidores, los consolaron en sus momentos oscuros y les hicieron de soporte, para conectarlos con la trascendencia y el más allá.

Hace solo 200 años, nació un chico en la India, también muy inteligente. A los 10 años, impresionó a los adultos de su aldea con su habilidad para debatir. Ellos nunca se habían imaginado a alguien con ese nivel de inteligencia, a tal nivel que consideraron que el chico era divino, de Dios, y el chico se la creyó. A los 11 años murieron sus padres, y Swaminarayan se mandó solo a peregrinar por India, de pueblo en pueblo. La gente lo empezó a seguir, creyendo que el chico hacía milagros, y aunque no fundó una religión, creó un movimiento dentro del hinduismo que hasta el día de hoy lo considera una manifestación del dios supremo Krishna. Lideró importantes reformas en el hinduísmo, revivió tradiciones antiguas, eliminó otras, recionalizó conceptos raros y le otorgó más derechos a las mujeres. El templo construido en su honor es el más impresionante de todos los que visité en mi vida.

Cientos o miles de casos similares decoran la historia humana con consuelos, tradiciones, silencios y uniones, aunque también la manchan con guerra, ignorancia y sufrimiento sin sentido.

Fue muy religioso mi viaje a la tierra de Bhāratá. Me regalaron una flor en el templo de Kali, me conmoví con los cantos de las misioneras de la caridad, medité a metros del descendiente del árbol donde Buda Gautama alcanzó la iluminación, observé la ceremonia de saludo a la diosa del río Ganges justo antes de que salga el sol, y bailé entre papelitos de colores y fuegos artificiales mientras los bengalíes despedían a Saraswati, la diosa del arte y la educación. Muchos dioses, muchos humanos, muchos animales. Templos, cantos, lágrimas, vida, magia. Podría llenar libros describiendo todo lo que viví. Están todos locos. Mientras el mundo se desarrolla, el hombre deja atrás la religión. Espero que la podamos reemplazar por algo igual de bueno, igual de divertido. Da miedo la necesaria oscuridad, el salto al vacío, la falta de color, pero podemos estar tranquilos en el hecho de que las sociedades laicas siguen festejando la Navidad, el Pésaj y el Diwali, siempre en familia, o con amigos.

     

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  1. https://www.ted.com/talks/peter_singer_the_why_and_how_of_effective_altruism?language=es&subtitle=es
  2. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/17550343/#:~:text=Evolutionary%20theory%20postulates%20that%20altruistic,be%20experienced%20by%20the%20organism.
  3. Esto lo escribí hace más de 4 años. Ahora, antes de subir el texto a la web, quise chequear este dato y parece que no fue exactamente así: el Teorema de Pitágoras probablemente se descubrió mucho antes del nacimiento de Pitágoras, y se llama así porque sus discípulos aportaron mucho a su demostración. Lo que sí es verdad es que Pitágoras hizo unos aportes importantísimos a la matemática, y subsecuentemente fundó una secta basada en su divinidad.